La semana pasada, cuando salí de Ushuaia para continuar mi ruta y habiendo visitado los hermosos lago Escondido y Fagniano; Tolhuin y Río Grande, llegué indecisa a mi primer paso fronterizo. Traía recuerdos del trayecto que impedían concentrarme: el intensísimo viento del paso Garibaldi; la ruptura casi abrupta de una Cordillera que se pierde entre valles interminables. La sensación de estar recorriendo la tierra como si fuera el cuerpo de una mujer con sus densidades de realismo mágico que caracterizan esta región. La imagen reincidente de una carretera mitad luna mitad sol en mi cabeza me hizo llegar desprevenida a la aduana y pronto quise huir de la soledad que experimenté en la frontera. Y fue ahí, con la inmediatez del azar, que tomé la decisión de seguir por Argentina y no quedarme en Chile (1) por una cuestión logística más que por convicción de ruta y ahí estaba yo... sola, libre, con la posibilidad de escoger cualquier rumbo porque en este viaje todos los caminos desembocan en mi búsqueda de la no búsqueda sino el encuentro. Eché dedo y a bordo de un camión llegué hasta Río Gallegos donde pude descansar por dos días mientras retomaba mi destino hacia El Calafate.
En un principio contemplé la idea de recorrer el PNN Torres del Paine desde Puerto Natales (Chile) pero… no hice bien los cálculos. Mejor dicho, hice mal los cálculos de todo el viaje. Mi idea de empezar en Ushuaia para aprovechar el verano en el sur fue una ilusión que me creí sin razón. La verdad fue que a los pocos días de llegar a la Patagonia comenzó el otoño y es desde el otoño que el invierno comienza a advertirle a los árboles que vistan cuanto antes sus hojas de tantos rojos, verdes, naranjas y amarillos como sea posible porque en nada todo será blanco. A mi me fascina el esplendor del otoño y creo que muchos ‘tropicales’ coincidirían conmigo en que estos paisajes estacionales pertenecen a un cuento de niños. Ja! y hay todavía quienes dicen que la magia no existe. Espero con ganas el invierno pero no tengo la indumentaria apropiada. ¡No sé en qué estaba pensando cuando hice mi mochila! Traje ropa veraniega para mis destinos más lejanos en Suramérica que por ahora lo único que me generan es un peso inútil. Lección mochilera #1: comprar lo que necesitas cuando lo necesites. Ahora me toca ‘pagar por mi obstinado error’ y perder cositas que me gustaban porque definitivamente necesito cambiar de ropa y conseguir abrigos térmicos o me voy a congelar. Ya con esto resuelto voy a poder seguir disfrutando de los cielos patagónicos que para mi deleite están más cerca de la tierra que en otros lugares del mundo y casi puedo tocar la luna con las manos. El peso de mi mochila será entonces por las piedras recogidas en las infinitas playas de los muchos lagos prístinos que hay en toda esta Patagonia taciturna, y que descansan a la vera de picos nevados con olor a chocolate. Se me hace imposible no imaginarme que chupo las montañas como si fueran conos de helado. Estas piedras son increíblemente hermosas no sólo por sus colores y vetas y pigmentos nucleares y extraterrenales, sino porque al fin de cuentas son el testimonio más evidente de millones de años de historia y erosión glaciar.
Hasta ahora soy una mochilera atípica porque me gusta comer bien y no me importa pagar chocolate artesanal a precio de turista europeo. La otra noche tuve la revelación de vivir en una casa-carro para poder llevar a Tara siempre conmigo, y cada vez más acepto mi destino gitano para poder seguir caminando entre sueños, aventuras, lunas y atardeceres.
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(1) Es increíble que para avanzar por Argentina hay que pasar un pedazo por Chile a la altura del estrecho de magallanes y son casi 100 kilómetros de carretera despavimentada (y madrazos de los argentinos porque claro, ésta ruta sólo la transitan ellos y creo que el mal estado de la vía seguirá como una metáfora de su relación). Toda la zona es petrolera.
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